Mucho se habla estos días de la falta de líderes en nuestra sociedad. Particularmente en Chile, donde se critica que no hay suficiente liderazgo ni en la empresa ni en la iglesia, ni en la derecha ni en la izquierda. Como si los líderes fueran figuras especiales, personajes extraordinarios o aves raras que aparecen por suerte o arte de magia, y son capaces de cambiar para mejor el orden establecido.
Se trata de una visión académica y alejada de la realidad. De hecho, la idea de que alguien pueda encarnar en su persona el ideal teórico de un líder está siendo dejada de lado por la mayoría de los estudios de liderazgo en las principales universidades, al menos acá en los Estados Unidos. Por el contrario, se está proponiendo, cada vez con más fuerza, una nueva visión de liderazgo anclada en la posibilidad de que todas las personas, ante una circunstancia particular, están llamadas a ejercerlo.
Bajo esta nueva visión, el liderazgo es concebido como una práctica o un ejercicio que puede acometer cualquier individuo enfrentado a una situación compleja y donde, desde su peculiaridad, puede aportar algo al bien común y movilizar a otros para solucionar de una mejor manera aquello que les aqueja. El líder aparece entonces como lo que es: un personaje de carne y hueso con fortalezas y debilidades, luces y sombras, y que por una circunstancia particular y concreta debe ejercer el mandato de movilizar a otros.
Su condición no se deriva de una serie de virtudes, aunque ellas son muchas veces necesarias para ser seguido, sino más bien, a pesar de sus debilidades o incluso con sus debilidades, es seguido por su capacidad de aportar nuevas formas de ver y hacer las cosas.
En efecto, si nos remitimos a la biografía real de aquellos que históricamente hemos llamado líderes, nos daremos cuenta de que en su mayoría acompañaron sus luces con sombras que eran al menos tan grandes como sus proezas. Negar las debilidades personales de quien ejerce el liderazgo es tratar de convertir a los líderes en profetas, o sea en seres casi espirituales, personas que han sido capes de lograr un estado de perfección casi imposible de acometer para la mayoría de los humanos normales.
El mayor peligro de confundir a líderes con profetas es que hace tan lejano al hombre actual alcanzar ese ideal teórico, que muchos optan por renunciar a ser considerados y ejercer liderazgo si eso implica ser expuestos en su debilidad.
Esto se vuelve aún más difícil hoy, cuando los medios de comunicación y la apertura de la información hace casi imposible una vida pública muy distinta a la vida privada de quien ocupa una posición al frente de cualquier tipo de grupo social.
Darle esta connotación práctica y universal al sentido del liderazgo, ejercido por personas corrientes y no por santos o profetas, es un paso esencial para devolver al hombre corriente su responsabilidad en la transformación del orden social.